Eran tiempos raros, algo estaba sucediendo y
se notaba al hablar, al respirar, en el contacto con la
gente.
No era como antaño, había una distancia predispuesta,
casi intuitiva.
De alguna manera sabíamos que algo iba a pasar, pero no
sabíamos
ni cuándo ni cómo.
¿O acaso no pensaste en determinado momento de lucidez
universal
que algo estaba yendo raro?
Ahora estamos cautivos de las redes sociales,
conectados a la ciencia ficción, caminando con la boca
tapada
para no cruzar ni palabra, ni menos de metro de
distancia.
Somos víctimas, claro, no nos creamos victimarios
de esta sed de poder universal,
porque no somos ni la más mínima gota
capaz de rebalsar el vaso, aunque en esta parte te
preguntes,
tal vez yo sí, claro, yo también, pero no. Definitivamente.
Es la guerra, es el libro que leíste hace 20 años o 12.
Es la mismísima historia contada en los diarios del día,
la que nadie se atreve a nombrar.
Entonces quedamos relegados a la orden del mundo,
acostumbrándonos al sedentarismo involuntario,
sabiéndonos capaces de derribar paredes pero
imposibilitados de desobedecer el adoctrinamiento.
Conscientes de dudas de quién mueve las piezas,
peones de esta jugada universal de reyes sin coronas,
sensibles a la solidaridad, al miedo, a la soledad,
vulnerables a la pantalla plana de voces que disparan
cantidad innecesaria de datos improbables.
En la plena templanza de saber que los buenos
jugamos a las payanas con piedritas blancas de caminos
verdes.
Imaginando siempre un mundo mejor.